Clase de tejido
No turbéis a mi amor, hasta cuando ella quiera, la voz de Andrés alertó a las tejedoras. Trenzaron las miradas con los dientes y el primer susurro fue de Sulpicia:
–No puede ser, no podemos permitirlo.
Úrsula y Virginia estaban más o menos dispuestas a acceder al pedido de Andrés, pero no perdían de vista las manos de Sulpicia que estrujaban el tapiz en lugar de alisarlo. Junto a ella, Artemia masculló un estamos de acuerdo, Clotilde y Leocadia se encogieron de hombros.
–Si cantaba eso sabe que no accederemos –dijo Clotilde, aprovechando que Andrés había salido.
–No me parece mal que venga Dione a tejer con nosotras –aventuró Úrsula.
–Sí que venga, su hilado no es tan perfecto como el nuestro pero puede aprender.
Los dichos de Virginia enverdecieron los rostros de Sulpicia y Artemia. Aunque tenían sus diferencias –ésta propiciaba el arabesco en las tramas; la otra, las flores intrincadas entre las hojas– una especie de furia fría les acomodó las palabras al unísono:
–Si Dione teje en la pléyade, Andrés solamente la celebrará a ella y nosotras perderemos a quien nos canta.
–Ya no seremos las dueñas funestas que consuela con sus rimas.
–Sólo hablará de su amada de nardo y azafrán.
Las indecisas empezaron a culparse de ser buenas por comodidad y se atropellaron para sumar presunciones a los cantos futuros de Andrés:
–Dirá en escarpados escondrijos muéstrame tu rostro, de mil maneras diferentes.
–Sólo escribirá sinónimos de tus mejillas, mitades de granada.
–¿Quién nos expresará si Dione invade también este espacio?
–¡Adiós epifanías!
–Que se conforme con su destino de musa.
–Que sea la cuidadora, la pródiga, la que acaricia y consuela.
–La que mantiene encendido el fuego del hogar.
–La que renueva los jardines fugitivos.
–La que espera por las noches al tejedor cansado.
–La que se hace cargo de su hambre, su deseo y su fatiga.
–Pero Dione confiaba en tejer con nosotras.
–No siempre se puede tener lo que se anhela.
Los hilos rojos, negros, amarillos convergían, se entrecruzaban, resistían, a veces urdían curiosas bifurcaciones y otras franqueaban encrucijadas imposibles. Urdimbres abismales ganaban espacios a verdes florestas. Amargos ríos ahogaban entre sus hilos grises a flores sin pétalos.
Andrés entró con una sonrisa extraña. Una canción ominosa trascendía del tapiz.
–Lo que debe ocurrir sucederá –entonó Sulpicia.
–Está ocurriendo ahora –entró la melodiosa voz de Virginia.
–Ya ha sucedido antes –cantó Úrsula.
–Hemos decidido que Dione no será bienvenida –afinó Clotilde.
–Nuestro hilado no puede ser el suyo –se atrevió Leocadia.
–¿Te gusta cómo va quedando el tapiz? –preguntó Artemia esgrimiendo las tijeras: serpenteos de cavernas iban tramando un hueco exclusivo para los ciclos de palabras venturosas, se desentrañaban los nudos para cobijar briznas florales en el parco tramado.
–Me fascina –respondió Andrés sin abandonar la sonrisa extraña– sigamos así.