Un paseo bajo los plátanos
Marta
Fiecconi
A la noche hacemos una salida juntas, le dijo
María y casi la obligó a pasar el resto de la tarde en el parque. Amanda
rechazó la revista que su amiga le ponía en el bolso, no sabía bastante francés
y le fastidiaba llevar un diccionario. No pasaría tanto tiempo en Grenoble y
prefería seguir con sus libros de política. Hubiera querido dejar en Buenos
Aires su angustia por la tesis final de la maestría pero le resultó imposible.
Resolvió aceptar la invitación de María porque había algo tan ominoso en los
aires porteños –se resistía a llamarlos cabanos, un adjetivo espantoso– que un escenario diferente le pareció apropiado.
Consideró curioso que entre los árboles del
parque eligiera sentarse bajo el cobijo de un plátano. Hizo chasquear las hojas
secas y pensó que nunca se cumplían las promesas de los dioses, menos la de
mantener eterno el verdor bajo cuya sombra se había consumado el amor entre
Zeus y Europa. Aunque, visto desde este siglo, concluyó, aquel no fue un acto
de amor sino una violación. El triunfo del poderoso. Quiso desechar esas ideas
como lo hacía con las hojas secas bajo sus pies. No había viajado más de diez
mil kilómetros para enredarse con sus obsesiones: la tesis y el posible retorno
en su país de una administración nefasta que la tregua de la última década
había arrinconado.
Vamos, se dijo, a disfrutar la tarde otoñal,
y se obligó, para distraerse, a ocuparse en María y en su nuevo amor juntos en
el minúsculo departamento, entregados a la pasión. Los vio abrazados sobre la
cama en desorden, tal vez mirando hacia la ventana entreabierta. Siguió los
ojos de los amantes hacia las cortinas movidas por el viento y después siguió
al viento agitando las ramas e
inmediatamente se deslizó desde el árbol imaginado al árbol real que desprendía
ocres crujientes en el sendero. Qué raro, se dijo, también en mi calle hay
hojarasca. El tiempo con sus fríos imprevistos y lluvias a destiempo dio
mensajes confusos a las plantas. Una primavera indecisa hizo que hasta los
jacarandás tardaran en florecer.
Si fuera posible saldría de mí misma, caviló,
me haría una con los árboles que viven y no piensan, con el sol que no sabe que
se apaga; me transmutaría en una piedra,
ignorante de la lenta erosión de mis partículas.
Siguió caminando, buscaría dónde sentarse y
abriría el libro, debía escribir sobre la confrontación entre dos sistemas
diferentes: el neoliberalismo y el estado de bienestar. Las sirenas nunca
habían dejado de cantar, se le ocurrió, y solamente Odiseo se hizo encadenar
para no caer en la tentación de arrojarse al mar tras el embeleso de las voces.
Los demás se arrojaron al abismo creyendo que podrían respirar bajo el agua.
Al doblar por un recodo, enderezó hacia un cantero de prímulas
coloridas y casi tropezó con un artefacto, una especie de buzón negro con una
boca roja encima de la cual leyó “shortedition”. Un paseante se detuvo y oprimió un botón, por la abertura asomó una
tira de papel y a Amanda le pareció que era un cuento. Pensó que esa máquina
del parque cargada de palabras debía ser más sencilla que otras de su clase,
como la máquina de pensar de Lull que resolvería el tema de la existencia de
Dios o la máquina de Macedonio que transformaba infinitamente los relatos. Ahí,
junto a las flores, podía elegir un tiempo de lectura para apartarse de sus
pensamientos opresivos y vagar por otros territorios. Un minuto le pareció
demasiado exiguo, así que apretó el botón que indicaba cuatro y una lengua de
papel y de letras se asomó por la bocaza roja.
Apeló al francés que recordaba de sus épocas
escolares y creyó entender que el relato hablaba de un monstruo de color
¿amarillo?. “Jaune” decía el cuento y pensó que la traducción podría ser
“joven”. Tal vez se trataba de un monstruo joven, pero el detalle de las muchas
veces que había aparecido en las ciudades o en el campo a través de los
milenios, confirmaba que era amarillo y viejo. Los habitantes de las comarcas
lo habían combatido pero se apresuraron a tomar el momentáneo repliegue como
victoria. El tiempo los volvió viejos y cansados y sus hijos escucharon cantar
al monstruo como las sirenas, y aunque
la canción decía que era “jeune” y no “jaune” se convencieron de que el
amarillo era el color del oro y de que todos serían ricos y felices si
aceptaban al monstruo como rey.
Qué cuento curioso, consideró Amanda, y no
supo por qué se acordó de que para algunos budistas el amarillo era el color
del luto, y que el sol, cuando muere, va tornando del dorado a un rojo casi
sangre. También las hojas de los plátanos se vuelven amarillas al secarse,
pensó, y un vago malestar la alejó del
parque al ocurrírsele que si bien era poético caminar sobre un tapiz dorado y
crepitante pronto habría solo ramas peladas.
Al llegar al departamento de María, lo
primero que vio fue su rostro feliz mientras escuchaba distraída el parloteo
donde se mezclaban excusas por haberla dejado sola con retos cariñosos acerca
de lo bueno que seguramente había sido dejar las preocupaciones a un lado y
dedicar un rato nada más que a pasear por un lugar tan lindo y tranquilo.