martes, 24 de noviembre de 2020

 Pandemia: Relatos y poemas


Desconcierto

 

         No es una madriguera ni un laberinto aunque pensándolo bien tiene algo de ambos. Por ejemplo, cuando quiero un libro pienso  en cuál de mis  bibliotecas puede estar y a veces no lo encuentro en ninguna. Solía ser ordenada y había hecho un índice donde anotaba todos los volúmenes con su ubicación, Pero el interés por algunos hizo que los cambiara de lugar para tenerlos más a mano y ahí quedaron. Rehacer el índice se volvió fatigoso y ahora  están en cualquier sitio o no están por haberlos prestado o regalado, o a veces arrojado a la basura, al considerarlos  indeseables o  pasados de moda.

            Tengo que acomodar, hacer lugar para los textos nuevos, desprenderme de las boletas muy viejas o de las planillas de trabajo que ya no sirven. Abro entonces los archivos, pero los papeles se han endurecido tanto que no puedo romperlos. Los tiro así como vienen, total quién va a leerlos. Lleno bolsas y cajas pero la cantidad no parece bajar sino más bien reproducirse misteriosamente. Hasta en la  tabla de planchar, fuera de uso también, hay una novela para leer y un par de anteojos; a la izquierda, un sillón. En ese rincón luminoso abandono mi historia y entro en la ficción: el personaje busca un cuadro perdido pero lo que quiere es recuperar el itinerario de su vida. Demasiado rápido llega la fatiga y dejo la lectura.

            Hace  meses trato de contar y no puedo: dos, tres  las horas se han vuelto espesas y uniformes. Me entrego distraída a los rituales de las comidas.  Mezclo, aplano, abro tarros, bajo platos, cubiertos, enciendo el fuego, el horno, revuelvo, pruebo. Acudo a las recetas arcaicas, las remozo con lo que está a mano. Antes cuando venía mi nieto era distinto. Preparaba tartas de verdura, hamburguesas, zanahorias y batatas al horno. Competíamos por comer los postres de dulce de leche y siempre ganaba él. Desde los seis meses, los padres me lo encomendaron dos veces por semana Fue duro volver a vincularme con una criatura tan pequeña, tal vez él se daba cuenta y aprendía rápido el lenguaje. A los dos años le costaba decir la o y la u, solucionaba las dificultades como podía y yo era ´abelm´  Un día, mi hija trató de ovalarle los labios para enseñarle a pronunciar, al siguiente él quiso su piano de juguete, pero sólo sabía decir ´pan´. Ante cada rodaja ofrecida, demostraba su frustración, hasta que dijo ´pan´y con su manita trató de ovalarse los labios. Yo pensé que se había atragantado y empecé a golpearle la espalda, mientras él insistía con su palabra y con su mímica, hasta que me di cuenta de que estaba tratando de proyectar la ´o´que no podía emitir. Creo que a partir de ahí ya no tuvo problemas con esas vocales. A los cuatro, los padres lo cambiaron de jardín: sufrió tanto que lloraba cuando el remise venía a buscarnos para ir a la nueva escuela. Quiero que se me pase decía secándose las lágrimas, al intuir las razones de los adultos que habían optado por un colegio menos caro. Esa obstinación en no querer sentirse mal, en atrapar el lado risueño de la vida, fue conmovedora. En una ocasión, cuando él tenía un año y medio,  yo trataba de escribir un poema suponiendo que  se iba a entretener con autitos y cubos. Al requerir mi atención,  le leí lo que trabajosamente había compuesto. Atento, él me escuchó y después, con su pequeño caudal, inventó los más hermosos versos que yo había escuchado, algo así como ´mirá laluna, mamá, papá, abelm, latía, pan´.

            Escribo esto antes de que los recuerdos se transformen en papeles viejos llenos de palabras que se van borroneando con la avaricia del tiempo. .

            Ahora, en las pocas ocasiones en que viene un ratito con los padres, trata de recuperar los espacios perdidos. Quiere jugar a la casita con el acolchado de la cama y se da un porrazo pero al  encontrar el juego de bloques arma para mí tres robots protectores. Nos saludamos chocando los codos cada uno sabe por qué y reímos. Hay un agujero ahí, que tal vez cierre para dar paso a una cicatriz rugosa que revela que la vida es ésta, la de deambular por las habitaciones tratando de poner un orden en la anarquías de inútiles vestidos domingueros, de polvos y arreboles que diseñan un rostro de esplendor, de postales de museos, de libros y libros y libros que hablan todos de una vida remota,  con abrazos, encuentros y batallas que se traga, que se va tragando, que se va a tragar la grieta negra de este año bisiesto y maldito.


Espera

 

 

Si florece el jazmín

vendrá  una hora

más sosegada

será en abril

cuando apacigüen

este virus coronado

por  bosques exánimes

por animales impuestos

a comer noche y día

para crecer rápido

y ser nuestro alimento

por  agonía de glaciares

y jazmines vulnerados

en las selvas

aún dadores

desde pálidos cobijos

del bálsamo violeta

y la promesa de abrazos

que consuelen

sólo un poco

del tiempo

descascarado

de la pandemia