martes, 24 de enero de 2023

 

El baúl

 

            Mi abuelo tenía un baúl lleno de libros y los cuidaba celosamente. Estaba casi siempre sentado en un sillón de mimbre en el patio techado al cual daban dos de las habitaciones. Un enrejado de madera dejaba ver los canteros con flores, la higuera y más allá los medios pilares de la entrada, la vereda, la gente que iba y venía, los autos y colectivos que pasaban ruidosos por la calle. Ese panorama entretenía a mi abuelo porque ya  no tenía muchas ganas de leer y la radio estaba en el comedor diario que era dominio de mis tías.

            Cuando iba de visita yo trataba de congraciarme para que me dejara ver los libros del baúl. Me sentaba a su lado, en un largo banco de madera y pretendía hacerlo hablar sobre Italia. A mí me interesaba saber qué opinaba de Mussolini porque en la escuela nos hablaron sobre el fascismo, entonces le preguntaba si había sido un tirano y él que ya estaba bastante sordo no salía de contestarme que sí, que era italiano. Fue mucho después de mi adolescencia que presté atención a la fecha de su llegada a la Argentina: fines del XIX, a los doce años. Además vivió y trabajó en el campo casi hasta la madurez, así que debía saber aún menos que yo de ese tema.

            Era difícil conversar con mi abuelo, pero a veces le daba por contarme de una antigua novia a la que dejara por la “chacarera” que tenía algunas hectáreas aptas para la siembra. Mi abuela, alertada por su vozarrón, se asomaba entonces furibunda y él volvía a su mutismo.

            Como yo le hablaba siempre de libros, una vez  accedió a abrir el baúl y me regaló dos o tres. Uno era una novela en francés y después de un trabajoso diálogo me dijo que le gustaba andar por las librerías y comprar las ofertas más baratas y a menudo se clavaba  aunque solía conseguir algo interesante.

            Después de su muerte, pude enterarme de los libros que le gustaban y me quedé con uno de quiromancia y otro del poder mental y sus leyes. Con el primero, adquirí rudimentos sobre la lectura de las manos que me salvaron de mi ostracismo adolescente porque empecé a estar rodeada de chicas ansiosas de enterarse de su suerte en el amor.

            La lectura del otro libro me llevó unos años más tarde a la práctica de la meditación y de la telepatía: miraba fijamente las nucas de los muchachos lindos que viajaban sentados en el subte o en el colectivo para que se dieran vuelta y repararan en mí. Pero algo estaría mal explicado  o yo no lo entendí bien porque el único que se dio vuelta fue uno bastante feo.

            Ahora pienso que tal vez mi abuelo había comprado esos libros para saber si en su destino había algún desvío que lo llevara hacia esa antigua novia o si se podía comunicar de alguna forma con ella cumpliendo con las leyes del poder mental. Las suposiciones terminan de formar parte de los recuerdos y algún día no dudaré en que eso fue realmente así.

            Lo que es cierto es que mi abuelo Bautista había nacido en Lucca y una vez que anduve cerca de Florencia, vi un cartel que indicaba el camino hacia allí, pero estaba en un tour y no me podía separar del resto. Para consolarme, una amiga me regaló una postal de la ciudad, donde se ve la plaza Anfiteatro del siglo II, rodeada de edificios con tejados rojos. Pienso que si hubiera visto la imagen cuando mi abuelo vivía, hubiéramos podido charlar sobre ese lugar, aunque creo que él había nacido en  los suburbios y tal vez ni hubiera conocido el casco antiguo.

            La postal es en realidad un rompecabezas, protegido por un papel film y no me animé a separar sus pequeñas piezas porque tuve miedo de no poder rearmarlo nunca más.

 




Marta Fiecconi, octubre de 2022

                       

 

martes, 24 de noviembre de 2020

 Pandemia: Relatos y poemas


Desconcierto

 

         No es una madriguera ni un laberinto aunque pensándolo bien tiene algo de ambos. Por ejemplo, cuando quiero un libro pienso  en cuál de mis  bibliotecas puede estar y a veces no lo encuentro en ninguna. Solía ser ordenada y había hecho un índice donde anotaba todos los volúmenes con su ubicación, Pero el interés por algunos hizo que los cambiara de lugar para tenerlos más a mano y ahí quedaron. Rehacer el índice se volvió fatigoso y ahora  están en cualquier sitio o no están por haberlos prestado o regalado, o a veces arrojado a la basura, al considerarlos  indeseables o  pasados de moda.

            Tengo que acomodar, hacer lugar para los textos nuevos, desprenderme de las boletas muy viejas o de las planillas de trabajo que ya no sirven. Abro entonces los archivos, pero los papeles se han endurecido tanto que no puedo romperlos. Los tiro así como vienen, total quién va a leerlos. Lleno bolsas y cajas pero la cantidad no parece bajar sino más bien reproducirse misteriosamente. Hasta en la  tabla de planchar, fuera de uso también, hay una novela para leer y un par de anteojos; a la izquierda, un sillón. En ese rincón luminoso abandono mi historia y entro en la ficción: el personaje busca un cuadro perdido pero lo que quiere es recuperar el itinerario de su vida. Demasiado rápido llega la fatiga y dejo la lectura.

            Hace  meses trato de contar y no puedo: dos, tres  las horas se han vuelto espesas y uniformes. Me entrego distraída a los rituales de las comidas.  Mezclo, aplano, abro tarros, bajo platos, cubiertos, enciendo el fuego, el horno, revuelvo, pruebo. Acudo a las recetas arcaicas, las remozo con lo que está a mano. Antes cuando venía mi nieto era distinto. Preparaba tartas de verdura, hamburguesas, zanahorias y batatas al horno. Competíamos por comer los postres de dulce de leche y siempre ganaba él. Desde los seis meses, los padres me lo encomendaron dos veces por semana Fue duro volver a vincularme con una criatura tan pequeña, tal vez él se daba cuenta y aprendía rápido el lenguaje. A los dos años le costaba decir la o y la u, solucionaba las dificultades como podía y yo era ´abelm´  Un día, mi hija trató de ovalarle los labios para enseñarle a pronunciar, al siguiente él quiso su piano de juguete, pero sólo sabía decir ´pan´. Ante cada rodaja ofrecida, demostraba su frustración, hasta que dijo ´pan´y con su manita trató de ovalarse los labios. Yo pensé que se había atragantado y empecé a golpearle la espalda, mientras él insistía con su palabra y con su mímica, hasta que me di cuenta de que estaba tratando de proyectar la ´o´que no podía emitir. Creo que a partir de ahí ya no tuvo problemas con esas vocales. A los cuatro, los padres lo cambiaron de jardín: sufrió tanto que lloraba cuando el remise venía a buscarnos para ir a la nueva escuela. Quiero que se me pase decía secándose las lágrimas, al intuir las razones de los adultos que habían optado por un colegio menos caro. Esa obstinación en no querer sentirse mal, en atrapar el lado risueño de la vida, fue conmovedora. En una ocasión, cuando él tenía un año y medio,  yo trataba de escribir un poema suponiendo que  se iba a entretener con autitos y cubos. Al requerir mi atención,  le leí lo que trabajosamente había compuesto. Atento, él me escuchó y después, con su pequeño caudal, inventó los más hermosos versos que yo había escuchado, algo así como ´mirá laluna, mamá, papá, abelm, latía, pan´.

            Escribo esto antes de que los recuerdos se transformen en papeles viejos llenos de palabras que se van borroneando con la avaricia del tiempo. .

            Ahora, en las pocas ocasiones en que viene un ratito con los padres, trata de recuperar los espacios perdidos. Quiere jugar a la casita con el acolchado de la cama y se da un porrazo pero al  encontrar el juego de bloques arma para mí tres robots protectores. Nos saludamos chocando los codos cada uno sabe por qué y reímos. Hay un agujero ahí, que tal vez cierre para dar paso a una cicatriz rugosa que revela que la vida es ésta, la de deambular por las habitaciones tratando de poner un orden en la anarquías de inútiles vestidos domingueros, de polvos y arreboles que diseñan un rostro de esplendor, de postales de museos, de libros y libros y libros que hablan todos de una vida remota,  con abrazos, encuentros y batallas que se traga, que se va tragando, que se va a tragar la grieta negra de este año bisiesto y maldito.


Espera

 

 

Si florece el jazmín

vendrá  una hora

más sosegada

será en abril

cuando apacigüen

este virus coronado

por  bosques exánimes

por animales impuestos

a comer noche y día

para crecer rápido

y ser nuestro alimento

por  agonía de glaciares

y jazmines vulnerados

en las selvas

aún dadores

desde pálidos cobijos

del bálsamo violeta

y la promesa de abrazos

que consuelen

sólo un poco

del tiempo

descascarado

de la pandemia


lunes, 25 de marzo de 2019

La intrusa


La intrusa

            Acomodó la taza beige en la alacena: a la derecha, la imagen del cisne en el lago; el asa, a la izquierda. Al lado, cuidando que no rozara a la primera, una marrón que mostraba la alondra en la rama del mirto; el asa, igual que la anterior. Jubilosa, acarició en la tercera –beige- el plumaje blanco y sonrió al pensar ´sedoso´. Así siguió hasta colocar la docena: todas en simetría. Contó con ímproba satisfacción: beige, marrón, beige, marrón, beige, marrón, beige, marrón, beige, marrón, beige, beige. La última le arrancó un “no” agudo que fue decreciendo en sollozo.
            En vano que se prometiera reclamar en la tienda por la mañana. Esa noche no pudo dormir.

viernes, 14 de abril de 2017

Lectura interrumpida

Lectura interrumpida

Retablo de la Anunciación, Simone Mertini


            En medio de la primavera dorada nada más placentero que los libros. Únicamente así puedo olvidar durante algunos momentos que dentro de pocos días tendré que casarme con un hombre que apenas conozco, el carpintero. Mi padre se ha encargado de elegirlo; en Oriente las mujeres no podemos decidir. Sentada en un trono de oro, estaba inmersa en el dilema del relato: obedecer al rey o sepultar al hermano –no puedo decir cristianamente porque sería un exabrupto. Sueño con el tiempo en que nosotras ya no tengamos que acatar las órdenes de un amo omnipotente. ¿Qué pasa? Ausano ha dejado entrar a un rubio extranjero que rodilla en tierra me ofrece una flor. Creo que la bronca de haber sido interrumpida hace que le vea un par de alas. Tal vez quiero que se vaya volando para llegar al fin de la historia. Detrás de mí, Margarita mueve mi asiento con el pie para recordarme que debo escuchar lo que el extranjero viene a decirme. Lo intuyo. Aparto el libro hacia un costado, pero dejo que mi pulgar izquierdo obre como improvisado marcador. Que ilumine pronto su discurso el insufrible portador de la noticia. Total, ya imagino lo que viene a decirme y lo que muy a mi pesar le tendré que contestar, que soy la esclava del Señor y todo eso, para que se vaya batiendo sus alas de paloma mensajera y me deje al fin seguir con mi lectura.