El baúl
Mi
abuelo tenía un baúl lleno de libros y los cuidaba celosamente. Estaba casi
siempre sentado en un sillón de mimbre en el patio techado al cual daban dos de
las habitaciones. Un enrejado de madera dejaba ver los canteros con flores, la
higuera y más allá los medios pilares de la entrada, la vereda, la gente que
iba y venía, los autos y colectivos que pasaban ruidosos por la calle. Ese
panorama entretenía a mi abuelo porque ya
no tenía muchas ganas de leer y la radio estaba en el comedor diario que
era dominio de mis tías.
Cuando
iba de visita yo trataba de congraciarme para que me dejara ver los libros del
baúl. Me sentaba a su lado, en un largo banco de madera y pretendía hacerlo
hablar sobre Italia. A mí me interesaba saber qué opinaba de Mussolini porque
en la escuela nos hablaron sobre el fascismo, entonces le preguntaba si había
sido un tirano y él ─que
ya estaba bastante sordo─
no salía de contestarme que sí, que era italiano. Fue mucho después de mi
adolescencia que presté atención a la fecha de su llegada a la Argentina: fines
del XIX, a los doce años. Además vivió y trabajó en el campo casi hasta la
madurez, así que debía saber aún menos que yo de ese tema.
Era
difícil conversar con mi abuelo, pero a veces le daba por contarme de una
antigua novia a la que dejara por la “chacarera” que tenía algunas hectáreas
aptas para la siembra. Mi abuela, alertada por su vozarrón, se asomaba entonces
furibunda y él volvía a su mutismo.
Como yo
le hablaba siempre de libros, una vez
accedió a abrir el baúl y me regaló dos o tres. Uno era una novela en
francés y después de un trabajoso diálogo me dijo que le gustaba andar por las
librerías y comprar las ofertas más baratas y a menudo se clavaba aunque solía conseguir algo interesante.
Después
de su muerte, pude enterarme de los libros que le gustaban y me quedé con uno
de quiromancia y otro del poder mental y sus leyes. Con el primero, adquirí
rudimentos sobre la lectura de las manos que me salvaron de mi ostracismo
adolescente porque empecé a estar rodeada de chicas ansiosas de enterarse de su
suerte en el amor.
La
lectura del otro libro me llevó unos años más tarde a la práctica de la
meditación y de la telepatía: miraba fijamente las nucas de los muchachos
lindos que viajaban sentados en el subte o en el colectivo para que se dieran
vuelta y repararan en mí. Pero algo estaría mal explicado o yo no lo entendí bien porque el único que
se dio vuelta fue uno bastante feo.
Ahora
pienso que tal vez mi abuelo había comprado esos libros para saber si en su
destino había algún desvío que lo llevara hacia esa antigua novia o si se podía
comunicar de alguna forma con ella cumpliendo con las leyes del poder mental.
Las suposiciones terminan de formar parte de los recuerdos y algún día no
dudaré en que eso fue realmente así.
Lo que
es cierto es que mi abuelo Bautista había nacido en Lucca y una vez que anduve
cerca de Florencia, vi un cartel que indicaba el camino hacia allí, pero estaba
en un tour y no me podía separar del resto. Para consolarme, una amiga me
regaló una postal de la ciudad, donde se ve la plaza Anfiteatro del siglo II,
rodeada de edificios con tejados rojos. Pienso que si hubiera visto la imagen
cuando mi abuelo vivía, hubiéramos podido charlar sobre ese lugar, aunque creo
que él había nacido en los suburbios y tal
vez ni hubiera conocido el casco antiguo.
La
postal es en realidad un rompecabezas, protegido por un papel film y no me
animé a separar sus pequeñas piezas porque tuve miedo de no poder rearmarlo
nunca más.
Marta Fiecconi, octubre de 2022

