lunes, 7 de noviembre de 2011
miércoles, 5 de octubre de 2011
Cabildeos
De ciertos momentos de la infancia y de la adolescencia me fui acordando en San Luis, al bajar del micro para visitar la nueva ciudad en medio del desierto, en una recorrida zapping que se detuvo más de lo previsto en la réplica del Cabildo de Buenos Aires. Verlo, bajo un cielo de uniforme azul, lastimosamente impecable y extendido, con la pirámide enfrente, tan desabastecida de rondas y de palomas, me arrastró a la época del colegio, Mabel, y al trabajo que nos daba delinearlo. La solución había aparecido cuando mi papá nos regaló el libro de simulcop. Y digo nos, porque vos le sacaste más ventaja: dejame a mí primero rogabas y yo me sentía incapaz de ejercer el derecho de propiedad. Por eso mis dibujos siempre fueron de segunda mano, más vacilantes e imprecisos los arcos, más borrosas las tejas del techo.
El guía nos hacía avanzar con orgullo por los salones del edificio: a los sillones les faltaba el reflejo del tiempo, los bueyes de las carretas lucían escenográficos, un incómodo patetismo se desprendía de las figuras de cera que remedaban a los miembros de la junta. Saqué la libreta del bolsillo para anotar algunas ideas y sin querer tomé la carta olvidada por Eduardo en su mesa de luz. La primera vez que la había visto me atravesó una ráfaga de ternura: estaba escrita en un papel rosa con perfume a sándalo, como las que yo le enviaba en nuestro noviazgo, pero la letra no era la mía.
Sería recurrente, Mabel, que te cuente lo que decía la carta. Una imagen se impuso a mi desánimo: nos vi jugando al espejo: yo levantaba el brazo derecho, vos el izquierdo; yo movía la pierna izquierda, vos la derecha; tu sonrisa tenía que simular la mía; sendas manos abiertas se unían en el hipotético cristal. Después, cansadas de la parodia, corríamos a hacer los deberes, convencidas del futuro promisorio que prometía el libro de simulcop. Futuro que se agrietó un poquito cuando perdiste la espátula que se pasaba sobre los calcos, justo después de que yo esbozara primero la casa de Tucumán y a vos te quedaran temblequeantes las columnas entorchadas.
Anacronías, ¿no te parece un título adecuado para la nota que tengo que escribir? Se va a publicar en el suplemento turístico del domingo y quisiera redondearla con algo más, algo sutil, ingenioso, que tuviera que ver, por ejemplo, con los vestidos que te comprabas iguales a los míos, con tu fiesta de quince en el mismo salón pero ignoro la relación con este cabildo reluciente que impone al paisaje su magnífica impostura, aunque me parece que ésa sería otra historia, como la que vos estás dispuesta a vivir ahora, convencida de haber dejado atrás los simulacros.
jueves, 11 de agosto de 2011
La manifestación
La manifestación
ESCUELA NACIONAL DE COMERCIO DE MORÓN PRESENTE. ENSEÑANZA LAICA . DEROGACIÓN ARTÍCULO 28
-Se exprimieron bien el marote con la bandera –dijo Nacho. Estábamos en la puerta de la escuela, tratando de convencer a los más remisos de que no entraran y de que vinieran con nosotros a la manifestación. Los paraísos florecidos daban al aire de septiembre un aroma especial. Desde la verja de la casa vecina irrumpía el perfume penetrante de los limoneros. Era un día de primavera, casi sin viento, con el sol amable de la una en nuestra piel. Nacho se reía mirando la bandera, hecha a las apuradas con un pedazo de sábana vieja, con algunas letras desparejas y la tinta china corrida.
–Callate, porque vos nunca hacés nada y sólo sabés marcar los defectos ajenos –replicó Federico, malhumorado.
–Está bien, no hablo, lo único que espero es que en ésta ganemos, ya que de Suecia nos tuvimos que volver derrotados, ¡6 a 1 nos ganaron los checos! ¿Pero quiénes son? ¡no existen los checos! ¡arriba los laicos!
-Para vos es lo mismo el fútbol que el futuro de la educación –intervino Helena– y lo peor es que hay muchos que piensan así, es la mentalidad de ciertos argentinos que creen que lo primordial es ganar, no importa a qué, al fútbol, a la política, al amor.
Creímos percibir un reproche personal en las palabras de Helena. Nacho era el más lindo del curso. Cuando ondeaba su cuerpo largo y flaco al compás de los calipsos de Harry Belafonte, rendía los corazones femeninos a pesar de las caras hieráticas de sus dueñas, en aquellos asaltos o cumpleaños de quince donde ensayábamos los primeros pasos del amor. Helena también había sucumbido a sus encantos, aunque sus pretensiones de intelectual la enfrentaran con sus propios sentimientos.
–No creas Helena, no soy tan superficial, pero a quién se le ocurre ponerle laica, como a la perra esa que anda volando en el satélite de los zurdos.- Nacho se hacía eco de los juegos de palabras, vox populi en la radio, en los cuales la enseñanza laica, obligatoria y gratuita, era puesta en la picota, sospechada de izquierdismo y , para colmo, sonaba igual que el nombre del animal que tripulaba el satélite ruso, con lo cual habían surgido las bromas fáciles que postulaban para ambas una rápida desaparición.
Me dio lástima la expresión de Nacho; a él le gustaba Helena, pero no sabía cómo llegar a ella porque los libros y las ideas sociales no formaban parte de su mundo. Beatriz quiso ayudarlo y ponerse un poco de su lado, así que mostró el folleto que le habían dado en la otra cuadra: ¿Querés la enseñanza laica? La tendrás para vos, pero no la impongas a los que son creyentes. Libertad para todos. Los chicos me contemplaron con asombro:
–¿Vos también, Beatriz? ¿Pero no te das cuenta de lo que hay detrás de esos panfletos? Quieren acabar con la educación popular para que predomine la enseñanza privada, con la cual solo van a poder estudiar los ricos –gritó Federico enardecido.
–No es tan así, una ley de la época de Avellaneda por lógica tiene que ser anticuada como dice acá –dijo ella agitando el papel que terminó de leer:
– ofende con su enseñanza laica la conciencia del noventa y cinco por ciento del país.
–El noventa y cinco me suena a falsa generalización –dijo Federico mientras le mostraba un libro de su portafolios– si querés citar, citá a alguien que valga la pena, y que aunque nada que ver con la izquierda, sabe pensar y decir: Aquí, los nacionalistas pululan; los mueve, según ellos, el atendible o inocente propósito de fomentar los mejores rasgos argentinos. Ignoran, sin embargo a los argentinos; en la polémica, prefieren definirlos en función de algún hecho externo: de los conquistadores españoles (digamos) o de una imaginaria tradición católica.
–Es de Borges, ¿lo leíste? –aclaró Helena, con sorna. Siempre la aventajaba en un autor o en un libro. Me dio lástima Beatriz: amaba la literatura, pero sus lecturas eran eclécticas, guiadas por los títulos que le provocaban alguna sacudida interna, una especie de correspondencia con su historia personal. Así había devorado las secuelas de “Los tres mosqueteros” y los ocho tomos de “Juan Cristóbal” que encontró en la biblioteca pública, pero desconocía a Borges, y también a Sartre y Simone de Beauvoir, a quienes Helena y Federico citaban con admiración. Había descubierto con horror que era eran amantes y solteros y vivían en casas separadas, por eso le hacía caso a la profesora que nos instaba a leer “Chico Carlo” y dejar el existencialismo para los franceses.
–¡Uy, basta! Acá lo que importa es ¿entramos o no? –dijo Nacho.
–Claro que no, mirá todos los que estamos afuera; ya va a sonar el timbre y es mejor que nos alejemos porque los celadores nos van a hacer pasar a la fuerza. Agarren la bandera que tenemos que juntarnos con los del Nacional en Rivadavia y Nueve de Julio.
Y así empezamos la marcha, en medio de gritos y risas, tiempo total de primavera. Beatriz iba recitando un poema de sexto grado, algo de reina rumorosa con flores de almendro. Yo la consideraba muy infantil y fuera de época. Le gustaban las novelas románticas y por más que se esforzara no podía alcanzar el nivel de Helena, siempre muchos pasos adelante o encima de ella, y lo que era peor, en un sitio donde compartía sus preferencias con Federico y al cual Beatriz nunca llegaba.
Unos días antes de la manifestación, habíamos estado reunidos en lo de Federico. Era una casa imponente, en una calle de Castelar llena de árboles y jardines, como un cuadro vivo de todos los colores y perfumes de la estación. La vivienda era de estilo inglés, con dos plantas y techo de tejas de un tono borravino. Altas rejas negras cubiertas de enredaderas guardaban el jardín de la mirada de los curiosos. Por el césped y los senderos de piedra, se paseaban dos lebreles, tan esbeltos y bellos como la estatua de Diana situada hacia la izquierda. Se veían en esos elementos las inclinaciones del padre de Federico, amante de la caza, en tanto que los gustos de la madre se notaban en la armonía de las flores: rosales rojos y rosas, hortensias azules, dalias amarillas y blancas margaritas exultadas por la fragancia de un jazmín del país.
No eran muchas las ocasiones en las cuales Beatriz iba a casa de Federico, por eso quería retener cada detalle, para después escribirlos en su diario.
–¿En qué mundo estás, Beatriz? ¡entrá de una vez! –gruño el vozarrón de Nacho. Ya los demás llegábamos a lo alto de las escaleras, así que ella tuvo que atravesar la sala casi corriendo Me contó después que no podía dejar de mirar el respaldo de los sillones de terciopelo, imaginando que Federico, tal vez con Helena, o con algún otro de su círculo más íntimo, se deleitaría con la música de Bach o Brahms, perfecta desde el poderoso equipo que se ubicaba a la derecha del piano.
Unos diez de tercero primera y algunos de cuarto nos desparramamos en la cama y en las sillas, encendidos en una discusión acerca de los motivos y las formas de la manifestación. Sentada sobre la alfombra, Beatriz no podía registrar otra cosa que los signos de aquel lugar: allí Federico leía, escribía, soñaba. Me pareció que su mirada fotografiaba cada rincón y cada mueble: el escritorio repleto de libros y papeles, la biblioteca con nombres que desconocía: Sartre, Borges, Marx, Hegel, Engels. Helena se dio cuenta de su curiosidad y con mano segura apartó uno de los títulos, lo abrió en una página precisa y con su voz clara y perfecta, comenzó a leer: no hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Elegir ser esto o aquello, es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos.
-¡Bravo! –gritó Nacho– me gusta, quiere decir que estamos bien apoyando la enseñanza laica porque es buena para todos, en cambio la enseñanza libre es para unos pocos.
–Sin embargo, por el nombre, libre, parece que fuera mejor que la otra, suena a que no tiene ataduras, nos seduce a nosotros, los jóvenes, que defendemos la libertad –acotó Beatriz, esperando una mirada de aprobación de Federico que ni siquiera la escuchó, entusiasmado en una polémica con los de cuarto.
Más tarde, Beatriz me dijo que Helena conocía al dedillo los libros de Federico y sabía la ubicación puntual de cada uno de ellos. Me reveló con amargura que los imaginaba juntos en las lecturas y comentarios, abrazados sobre la colcha malva de la cama, tal vez besándose frente a la ventana para contemplar después el estallido violento del ocaso. Algo me alarmó en su tono aunque no quise sermonearla.
La manifestación era una ola blanca y azul que recorría Rivadavia en medio de cánticos y gritos. Los rostros perdían sus rasgos individuales y parecían todos iguales: las mejillas rojas, las bocas que articulaban idénticas palabras, los ojos llenos de fervor. Estar en una marcha de esa clase hacía que los pensamientos personales se anularan; la mente estaba ocupada con las consignas y los movimientos del grupo. Un único gesto desafiante al ver a un policía, una sola sensación de orgullo cuando los paseantes se detenían aplaudiéndonos. Éramos un solo organismo, se integraban las diferencias para vivir, en ese instante fuera del tiempo, la experiencia de ser uno.
Al llegar a Nueve de Julio se planteó con más firmeza el rumbo a seguir. Después de una hora de marcha por las calles de Morón, algunos proponían tomar el tren para unirse a la concentración frente al Congreso, donde estaban también los universitarios, más combativos que los secundarios, organizados en centros y dispuestos a defender sus facultades del acoso del sector privatista; pero otros querían quedarse y ocupar los colegios para impedir el dictado de clases y hacer que los remisos que allí permanecían como si tal cosa, tomaran conciencia de la lucha. Empezamos a recobrar nuestras individualidades, perdidos en oponer razones y caminos, quebrada ya la uniforme ola que se había alzado un instante hasta la altura de su furor, para disolverse al siguiente, en manojos de espuma dispersa. Así estábamos cuando vimos que doblaba desde Belgrano, otra marcha, portando otras banderas: Por la enseñanza libre. Por el derecho de las familias a elegir la educación de sus hijos. Libertad para todos.
Federico y Helena gritaban a voz en cuello que no nos separáramos, que tomáramos todos juntos el tren para reunirnos en Congreso. Nacho estaba trenzado en una pelea violenta con alguien de la otra agrupación. Alguien gritó que llegaba la policía y empezamos a desbandarnos. Beatriz y yo los perdimos de vista, no supimos si habían ido hacia la estación o habían vuelto para el lado del colegio. Frente a una librería, Beatriz quiso entrar para preguntar si tenían el ensayo de Sartre que nos había leído Helena, pero habíamos olvidado el título. Beatriz no quería ir al centro y encontrarse con un montón de desconocidos en la manifestación, ni tampoco intervenir en debates ui ocupar el colegio. Para colmo, los que habían optado por esto, hablaban de quedarse toda la noche y de llamar a las radios para que se supiera el grado de compromiso de los estudiantes de Morón.
Tomamos el colectivo hacia su casa y ya allí, se declaró cansada y confundida. ¿Quiénes eran los sinceros? No le parecía mal que los padres tuvieran el poder de decidir qué tipo de educación querían para sus hijos, y si detrás de eso estaban los católicos ¿qué mal había? ¿no integraban la verdadera religión, el mensaje universal, la salvación del alma? Yo le dije que no fuera tan fanática.
–Ni se te ocurra mencionarle esas ideas a Helena, que es judía, y menos a Federico, que es ateo–. le dije.
Beatriz no concebía que alguien pudiera ser ateo. ¿Cómo lograban leer tantos libros, parecer tan seguros y centrados, si desconocían el más verdadero de los libros? Me contó que ni siquiera con sus padres podía hablar de esos temas. Su madre se había educado en un colegio de monjas donde le decían que leer la Biblia era pecado, y el padre se reía y no iba jamás a misa, aunque se había puesto orgulloso cuando ella tomó la comunión y la había llevado a casa de amigos y parientes.
–Tendrías que haberme visto –señaló risueña– con el vestido blanco, armado sobre enaguas almidonadas, una especie de horno de pan ambulante.
Hubo otras marchas después de aquella y dos veces tomamos el colegio, aunque mucho más tarde comprendí que la nuestra había sido una lucha desigual: los otros tenían demasiado poder, y finalmente quedó consagrada la enseñanza libre. Helena y Federico se sintieron muy mal. En sus casas se hablaba de las sucesivas traiciones de un presidente en el cual se habían cifrado muchas esperanzas. Como sus padres, ellos pensaban que la tan cacareada batalla del petróleo había sido perdida y no ganada con la firma de contratos que colocaban en manos extranjeras los recursos naturales. El gobierno había llegado al poder respaldado por una coalición de fuerzas que cada vez se sentía más estafada.
A Beatriz la política le interesaba poco, pero le gustaba participar de los debates. Admiraba la brillante elocución de Federico y el riguroso encadenamiento de sus razones que le describían un mundo ordenado al que era posible acceder si uno se mantenía en sus principios. Un día me contó que a veces la conmovía la voz afinada de Helena cuando leía algún párrafo de esos libros que a ella le resultaban tan arduos. En una ocasión había comprado “El engranaje” de Sartre, para sacar alguna conclusión atrayente y despertar la atención de sus amigos intelectuales, pero terminó identificándose con François, quien después de encabezar la rebelión para destituir a Jean, por considerarlo un traidor, acabó pactando con los poderosos intereses extranjeros porque sostenía que no se podía emprender un camino diferente. Fue a partir de esa vez cuando Federico y Helena empezaron a alejarse de ella. Beatriz mostraba en esa época un lado práctico en su carácter y en el fondo pensaba que los gobernantes prometían mucho pero cumplían muy poco, porque tenían que conciliar intereses contrarios, y puestos en la balanza, unos pesaban más que otros.
El día en que fuimos a ver “El jefe”, hacía poco que se había levantado el estado de sitio. A Beatriz, le gustó la película y dijo que Alberto de Mendoza estaba genial en ese papel de dominador prepotente.
–¿A quién les hace acordar ese jefe fuerte y sabio que se muestra débil y cobarde cuando aparecen los problemas? –preguntó Federico, y Beatriz se apuró en contestar para recibir su aprobación:
–A François, en “El engranaje”.
–No te vayas tan lejos, Beatriz, acá lo tenés, mucho más cerquita. Es el presi que ganó las elecciones con el apoyo del peronismo y ya en el poder reprimió y encarceló a los obreros que querían festejar el 17 de octubre, y al final decretó el estado de sitio para tener contentos a los milicos.
–Añadile todo eso a lo que hizo con la educación. Cuando dentro de unos años quieras ir a la Universidad, te vas a dar cuenta de que hay una para ricos y otra para pobres –acotó Helena.
El año llegaba a su fin, y el grupo no hizo planes para verse en las vacaciones, o si los hizo, no nos incluyeron. Cuarto y quinto se fueron volando. Aciertan los que dicen que después de los quince, el tiempo pasa más rápido, y una también pasa y cambia con el tiempo. Beatriz tuvo otros amigos que no la cuestionaban tanto y con los que podía divertirse más, sin temor a que criticaran sus lecturas y opiniones. Claro que leían muy poco, generalmente los best sellers, Helena y Federico terminaron poniéndose de novios y Nacho se rodeaba siempre de chicas dispuestas a consolarlo.
La Universidad nos separó aún más. Beatriz y yo empezamos a estudiar Letras en la de Morón , que no era de los curas, así que no se habían adueñado de la educación, como pronosticaran mis amigos. Pero la enseñanza resultó un desastre y nos pasamos a la pública. Algunas veces nos cruzamos con nuestros ex compañeros, pero ellos estaban más adelantados y militaban en un centro de estudiantes, así que apenas si nos saludábamos. Beatriz no quería saber nada de estar en un grupo de ese tipo. Cuando leía sus propuestas, todas le parecían iguales, por lo cual no lograba entender por qué estaban tan divididos. Se acordaba de la época de los debates entre laica y libre y me confesó que nunca se había identificado del todo con el bando en el que estuvo.
En la Facultad, dos por tres algunos interrumpían las clases con una proclama. Beatriz se había vuelto temerosa desde que poco después del golpe del 66, se viera acorralada por la policía que tiraba gases para desalojar a los que pretendían tomar el edificio. Advertía que estaba allí por la presión de los otros y quería alguna vez sentir que tomaba sus propias decisiones.
Los estudios no fueron los que ambas esperábamos. Como decía un personaje de Lezama Lima, no hay nada peor para un aspirante a escritor que ponerse a cursar Letras. Confiábamos en que la Facultad nos brindaría técnicas para desarrollar una escritura que tuviera más vuelo que las composiciones escolares. Pero todo era historia y análisis de textos. De Borges y Sartre, a quienes tanto habían citado Helena y Federico, no vimos nada. Todo un año estuvimos profundizando las comedias españolas del figurón del siglo XVII. Unos textos anodinos que solo vivían en las mentes anacrónicas de ciertos profesores, y que debíamos leer en la Biblioteca Nacional.
En sus pasillos nos cruzamos un día con un anciano que caminaba apoyado en un bastón y flanqueado por dos jóvenes. Era Borges. Por desgracia cuando a nos tocó cursar Literatura Inglesa, él ya no estaba en la cátedra.
Preparábamos los temas con apuntes llenos de errores porque era toda una proeza desgrabar las clases y tipearlas en papel transparente para el mimeógrafo. Sin embargo, las cosas no debían marchar mejor en las universidades privadas, porque teníamos unos cuantos compañeros que habían desertado de aquellas y decían que si aquí no aprendían más, por lo menos era gratis. A Beatriz la carrera le sirvió para trabajar y reencontrarse con el ambiente de las escuelas, donde a pesar de todo, había sido feliz.
Cuando entró a hacer una suplencia en un liceo de Chacarita, volvió a ver a Federico y a Helena.
–Veinte años después, como la segunda parte de “Los tres mosqueteros” – me contó que les dijo al cruzarlos en el pasillo, desasosegada por el encuentro.
–Nunca fuimos los tres mosqueteros –dijo Helena fríamente.
–Sí, tenés razón, pero hubo momentos en que estuvimos muy unidos, ¿se acuerdan de las manifestaciones y de las tomas del colegio?
–No hables de eso acá –intervino Federico– hay gente muy turra y en el país están ocurriendo cosas raras; cambiemos de tema: nosotros tenemos una hija de diez años, y vos, Beatriz, ¿te casaste?
Ella negó con la cabeza y se fue a dar clase, porque había sonado el timbre y quería hacer buena letra, ya que había posibilidades de trabajo porque el colegio tenía muchas divisiones y se llevaba muy bien con la directora.
Esa tarde, cuando me habló del encuentro y de lo que pasó después, me dijo que no se podía acordar si alguien le había preguntado algo y ella sin querer habló de la adolescencia, de la época de las protestas y de los libros que recién ahora estaba empezando a leer, justo en esos momentos en que hasta “El principito” estaba prohibido. En el colegio hubo una denuncia y se los llevó la policía, después de un acto patrio, donde Helena leyó el discurso –me contó– con su voz tan bella como siempre, con esos altos y bajos tan bien colocados, ideales para destacar aquello que seguía importándole pero cuya sola sugerencia era un riesgo.
También me confesó que dentro de lo que se podía en esos momentos tan duros, había participado en peticiones a la superioridad para conocer el destino de sus colegas. Y cuando supo de las marchas de las madres, fue algunas veces, para calmar un tanto la angustia de aquel día, cuando la policía los sacaba, casi a empujones y fue la última vez en que vio sus caras: la de Helena , valiente y firme como en los tiempos de la manifestación y la de Federico , cuyos ojos, no sabía por qué le lanzaron una mirada indescifrable.
sábado, 11 de junio de 2011
Clase de Tejido
Clase de tejido
No turbéis a mi amor, hasta cuando ella quiera, la voz de Andrés alertó a las tejedoras. Trenzaron las miradas con los dientes y el primer susurro fue de Sulpicia:
–No puede ser, no podemos permitirlo.
Úrsula y Virginia estaban más o menos dispuestas a acceder al pedido de Andrés, pero no perdían de vista las manos de Sulpicia que estrujaban el tapiz en lugar de alisarlo. Junto a ella, Artemia masculló un estamos de acuerdo, Clotilde y Leocadia se encogieron de hombros.
–Si cantaba eso sabe que no accederemos –dijo Clotilde, aprovechando que Andrés había salido.
–No me parece mal que venga Dione a tejer con nosotras –aventuró Úrsula.
–Sí que venga, su hilado no es tan perfecto como el nuestro pero puede aprender.
Los dichos de Virginia enverdecieron los rostros de Sulpicia y Artemia. Aunque tenían sus diferencias –ésta propiciaba el arabesco en las tramas; la otra, las flores intrincadas entre las hojas– una especie de furia fría les acomodó las palabras al unísono:
–Si Dione teje en la pléyade, Andrés solamente la celebrará a ella y nosotras perderemos a quien nos canta.
–Ya no seremos las dueñas funestas que consuela con sus rimas.
–Sólo hablará de su amada de nardo y azafrán.
Las indecisas empezaron a culparse de ser buenas por comodidad y se atropellaron para sumar presunciones a los cantos futuros de Andrés:
–Dirá en escarpados escondrijos muéstrame tu rostro, de mil maneras diferentes.
–Sólo escribirá sinónimos de tus mejillas, mitades de granada.
–¿Quién nos expresará si Dione invade también este espacio?
–¡Adiós epifanías!
–Que se conforme con su destino de musa.
–Que sea la cuidadora, la pródiga, la que acaricia y consuela.
–La que mantiene encendido el fuego del hogar.
–La que renueva los jardines fugitivos.
–La que espera por las noches al tejedor cansado.
–La que se hace cargo de su hambre, su deseo y su fatiga.
–Pero Dione confiaba en tejer con nosotras.
–No siempre se puede tener lo que se anhela.
Los hilos rojos, negros, amarillos convergían, se entrecruzaban, resistían, a veces urdían curiosas bifurcaciones y otras franqueaban encrucijadas imposibles. Urdimbres abismales ganaban espacios a verdes florestas. Amargos ríos ahogaban entre sus hilos grises a flores sin pétalos.
Andrés entró con una sonrisa extraña. Una canción ominosa trascendía del tapiz.
–Lo que debe ocurrir sucederá –entonó Sulpicia.
–Está ocurriendo ahora –entró la melodiosa voz de Virginia.
–Ya ha sucedido antes –cantó Úrsula.
–Hemos decidido que Dione no será bienvenida –afinó Clotilde.
–Nuestro hilado no puede ser el suyo –se atrevió Leocadia.
–¿Te gusta cómo va quedando el tapiz? –preguntó Artemia esgrimiendo las tijeras: serpenteos de cavernas iban tramando un hueco exclusivo para los ciclos de palabras venturosas, se desentrañaban los nudos para cobijar briznas florales en el parco tramado.
–Me fascina –respondió Andrés sin abandonar la sonrisa extraña– sigamos así.
viernes, 27 de mayo de 2011
viernes, 20 de mayo de 2011
Tramas
Tramas
Santa Clara es el más fácil todo al derecho jersey una hilera al derecho otra al revés atendeme en qué estás pensando. Aún llegaba, desde la muda hondonada del tiempo, la voz de mi madre. Uno al derecho otro al revés punto arroz. Ahí me daba hambre y trataba de inducirla a cocinar. Yo era una negada para los tejidos, las texturas. Mamá estaba en una punta de la vida, sosteniendo sus lanas de colores y yo, en la otra, aferrada no sabía a qué.
Ella terminó la bufanda para mi clase de actividades prácticas después de componer mis zafarranchos: uno al derecho otro al revés acá hay dos puntos repetidos no ves que el dibujo de la trama se pierde.
Yo no quería tejer, me aburría. En su mundo las hijas seguían el derrotero de las madres: como la abuela, ella cuidaba la quinta, el jardín, los animales; en los ratos libres, tejía. Yo me hamacaba alto, bien alto, y el viento moteaba de rojo mis mejillas. Un año, me regalaron una novela por ser la mejor de segundo grado: era mi primer libro verdadero, con pocas ilustraciones y un aluvión de palabras que me precipitaban en la orilla de una enarbolada rebeldía.
Tenía que leer, no podía dedicarme al tejido, mucho menos a las plantas: echar las semillas, regar cada dos días, vigilar los brotes.
Pasá el hilo de arriba abajo a la aguja derecha y hacelo deslizar a través de la lazada en la aguja izquierda. Casi todos los días con el cantito, mientras yo trataba de armar un relato aunque nunca me conformaba el resultado.
Ahora la casa mostraba su vacío. Un hálito helado se deslizaba desde los muebles hasta mi espalda. Mamá ya no estaba; las paredes desnudaban su orfandad de colores. A través de los visillos comprobé que ni el naranjo ni el limonero habían dado flores todavía. Me volví hacia los cajones del armario: iba a tratar de ordenarlos para que se ordenara la nostalgia. Detrás de un montón de papeles arrugados, se hizo visible un tejido a medio terminar: una hebra de lana se fue desovillando entre mis dedos y llegó hasta esta hoja donde había empezado a urdir la trama de un relato. En cadenas apretadas las palabras exigían otros eslabones. Cuando retomé el hilo de la historia, traté de tensarlo desde el comienzo hacia el final. Era como el retorno de una voz antigua, como si un par de agujas se pusieran otra vez en movimiento haciendo crecer la belleza y el abrigo del tejido: no el más fácil algún punto más complejo que no se pierda el hilo que aparezca el dibujo de la trama.
Al dejar de escribir, abrí la ventana, vi que el reverbero del sol desleía las huellas del invierno y desplegaba azahares tardíos en los árboles del jardín.
Acerca de mí
Acerca de mí
Quise presentarme con un poema. Lo que hice en mi vida se sigue haciendo en mí : docente de Literatura, sembradora de afectos que me contuvieron, buscadora de intersticios para participar en programas de radio, exposiciones itinerantes sobre el libro, jornadas de poesía, antologías de cuentos. A través de esta página, convoco a potenciales lectores al goce de la palabra.
Quise presentarme con un poema. Lo que hice en mi vida se sigue haciendo en mí : docente de Literatura, sembradora de afectos que me contuvieron, buscadora de intersticios para participar en programas de radio, exposiciones itinerantes sobre el libro, jornadas de poesía, antologías de cuentos. A través de esta página, convoco a potenciales lectores al goce de la palabra.
Arce
Arce
antes que la crudeza del invierno
tus ramas desnude para el viento
antes que el silencio de las aves
te descobije de gorjeos
transmuta la redoma de la tierra
despojos minerales
en la sangre de tus hojas
alquimia fugitiva
que desvela mi sustancia de poeta
Arce
Arce
antes que la crudeza del invierno
tus ramas desnude para el viento
antes que el silencio de las aves
te descobije de gorjeos
transmuta la redoma de la tierra
despojos minerales
en la sangre de tus hojas
alquimia fugitiva
que desvela mi sustancia de poeta
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