jueves, 11 de agosto de 2011

La manifestación

La manifestación

Marta Fiecconi

ESCUELA NACIONAL DE COMERCIO DE MORÓN PRESENTE. ENSEÑANZA   LAICA . DEROGACIÓN ARTÍCULO 28
-Se exprimieron bien el marote con la bandera –dijo Nacho. Estábamos en la puerta de la escuela, tratando de convencer a los más remisos de que no entraran y de que vinieran con nosotros a la manifestación. Los paraísos florecidos daban al aire de septiembre un aroma especial. Desde  la verja de la casa vecina irrumpía el perfume penetrante de los limoneros. Era un día de primavera, casi sin viento, con el sol amable de la una en nuestra piel. Nacho se reía mirando la bandera, hecha a las apuradas con un pedazo de sábana vieja, con algunas letras desparejas y la tinta china corrida.
–Callate, porque vos nunca hacés nada y sólo sabés marcar los defectos ajenos –replicó Federico, malhumorado.
            –Está bien, no hablo, lo único que espero es que en ésta ganemos, ya que de Suecia nos tuvimos que volver derrotados, ¡6 a 1 nos ganaron los checos! ¿Pero quiénes son? ¡no existen los checos! ¡arriba los laicos!
            -Para vos es lo mismo el fútbol que el futuro de la educación –intervino Helena– y lo peor es que hay muchos que piensan así, es la mentalidad de ciertos argentinos que creen que lo primordial es ganar, no importa a qué, al fútbol, a la política, al amor.
            Creímos  percibir un reproche personal en las palabras de Helena.  Nacho era el más lindo del curso. Cuando ondeaba su cuerpo largo y flaco al compás de los calipsos de Harry Belafonte, rendía los corazones femeninos a pesar de las caras hieráticas de sus dueñas, en aquellos asaltos o cumpleaños de quince donde ensayábamos los primeros pasos del amor. Helena también había sucumbido a sus encantos, aunque sus pretensiones de intelectual la enfrentaran con sus propios sentimientos.
            –No creas Helena, no soy tan superficial, pero a quién se le ocurre ponerle laica, como a la perra esa que anda volando en el satélite de los zurdos.- Nacho se hacía eco de los juegos de palabras, vox populi en la radio, en los cuales la enseñanza laica, obligatoria y gratuita, era puesta en la picota, sospechada de izquierdismo y , para colmo, sonaba igual que el nombre del animal que tripulaba el satélite ruso, con lo cual habían surgido las bromas fáciles que postulaban para ambas una rápida desaparición.
            Me dio lástima la expresión de Nacho; a él le gustaba Helena, pero no sabía cómo llegar a ella porque los libros y las ideas sociales no formaban parte de su mundo. Beatriz quiso ayudarlo y ponerse un poco de su lado, así que mostró el folleto que le habían dado en la otra cuadra: ¿Querés la enseñanza laica? La tendrás para vos, pero no la impongas a los que  son creyentes. Libertad para todos. Los chicos me contemplaron con asombro:
            –¿Vos también, Beatriz? ¿Pero no te das cuenta de lo que hay detrás de esos panfletos? Quieren acabar con la educación popular para  que predomine la enseñanza privada, con la cual solo van a poder estudiar los ricos –gritó Federico enardecido.
            –No es tan así, una ley de la época de Avellaneda por lógica tiene que ser anticuada como dice acá –dijo ella agitando el papel que terminó de leer:
            ofende con su enseñanza laica la conciencia del noventa y cinco por ciento del país.
            –El noventa y cinco me suena a falsa generalización –dijo Federico mientras le mostraba un libro de su portafolios– si querés citar, citá a alguien que valga la pena, y que aunque nada que ver con la izquierda, sabe pensar y decir: Aquí, los nacionalistas pululan; los mueve, según ellos, el atendible o inocente propósito de fomentar los mejores rasgos argentinos. Ignoran, sin embargo a los argentinos; en la polémica, prefieren definirlos en función de algún hecho externo: de los conquistadores españoles (digamos) o de una imaginaria tradición católica.
            –Es de Borges, ¿lo leíste? –aclaró Helena, con sorna. Siempre la aventajaba en  un autor o en un libro. Me dio lástima Beatriz: amaba la literatura, pero sus lecturas eran eclécticas, guiadas por los títulos que le provocaban alguna sacudida interna, una especie de correspondencia con su historia personal. Así había devorado las secuelas de “Los tres mosqueteros”  y los ocho tomos de “Juan Cristóbal” que encontró en la biblioteca pública, pero desconocía a Borges, y también a Sartre y Simone de Beauvoir, a quienes Helena y Federico citaban con admiración. Había descubierto con horror  que era eran amantes y solteros y  vivían en casas separadas, por eso le hacía caso a la profesora que nos instaba a leer “Chico Carlo” y dejar el existencialismo para los franceses. 
–¡Uy, basta! Acá lo que importa es ¿entramos o no? –dijo Nacho.
–Claro que no, mirá todos los que estamos afuera; ya va a sonar el timbre y es  mejor que nos alejemos porque  los celadores  nos van a hacer pasar a la fuerza. Agarren la bandera que tenemos que juntarnos con los del Nacional en Rivadavia y Nueve de Julio.                                                 
Y así empezamos la marcha, en medio de gritos y risas, tiempo total de primavera. Beatriz iba recitando un poema de sexto grado, algo de reina rumorosa con flores de almendro. Yo la consideraba muy infantil y  fuera de época. Le gustaban las novelas románticas y por más que se esforzara no podía alcanzar el  nivel de Helena, siempre muchos pasos adelante o encima de ella, y lo que era peor, en un sitio donde compartía sus preferencias con Federico y al cual Beatriz  nunca llegaba.


            Unos días antes de la manifestación, habíamos estado reunidos en lo de Federico. Era una casa imponente, en una calle de Castelar llena de árboles y jardines, como un cuadro vivo de todos los colores y perfumes de la estación. La vivienda era de estilo inglés, con dos plantas y techo de tejas de un tono borravino. Altas rejas negras cubiertas de enredaderas  guardaban el jardín de la mirada de los curiosos. Por el césped y los senderos de piedra, se paseaban dos lebreles, tan esbeltos y bellos como la estatua de Diana situada hacia la izquierda. Se veían en esos elementos las inclinaciones del padre de Federico, amante de la caza, en tanto que los gustos de la madre se notaban en la armonía de las flores: rosales rojos y rosas, hortensias  azules, dalias amarillas y blancas margaritas exultadas por la fragancia de un jazmín del país.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               
            No eran muchas las ocasiones en las cuales Beatriz iba a casa de Federico, por eso quería retener cada detalle, para después escribirlos en su diario.
            –¿En qué mundo estás, Beatriz? ¡entrá de una vez! –gruño el vozarrón de Nacho. Ya los demás llegábamos a lo alto de las escaleras, así que ella tuvo que atravesar la sala casi corriendo Me contó después que no podía dejar de  mirar  el  respaldo de los sillones de terciopelo, imaginando que Federico, tal vez con Helena, o con algún otro de su círculo más íntimo, se deleitaría con la música de Bach o Brahms, perfecta desde el poderoso equipo que se ubicaba a la derecha del piano.
            Unos diez de tercero primera y algunos de cuarto nos desparramamos en la cama y en las sillas, encendidos en una discusión acerca de los motivos y las formas de la manifestación. Sentada sobre la alfombra, Beatriz no podía registrar otra cosa que los signos de aquel lugar: allí Federico leía, escribía, soñaba. Me pareció que su mirada fotografiaba cada rincón y cada mueble: el escritorio repleto de libros y papeles, la biblioteca con nombres que desconocía: Sartre, Borges, Marx, Hegel, Engels. Helena se dio cuenta de su curiosidad y  con mano segura apartó uno de los títulos, lo abrió en una página precisa y con su voz clara y perfecta, comenzó a leer: no hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Elegir ser esto o aquello, es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos.
            -¡Bravo! –gritó Nacho– me gusta, quiere decir que estamos bien apoyando la enseñanza laica porque es buena para todos, en cambio la enseñanza libre es para unos pocos.
            –Sin embargo, por el nombre, libre, parece que fuera mejor que la otra, suena a que no tiene ataduras, nos seduce  a nosotros, los jóvenes, que defendemos la libertad –acotó Beatriz, esperando una mirada de aprobación de Federico que ni siquiera la escuchó, entusiasmado en una polémica con los de cuarto.
            Más tarde, Beatriz me dijo que Helena conocía al dedillo los libros de Federico y sabía la ubicación puntual de cada uno de ellos. Me reveló con amargura que los imaginaba juntos en las lecturas y comentarios, abrazados sobre la colcha malva de la cama,  tal vez besándose frente a la ventana para contemplar después el estallido violento del ocaso. Algo me alarmó en su tono aunque no quise sermonearla.


            La manifestación era una ola blanca y azul que recorría Rivadavia en medio de cánticos y gritos. Los rostros perdían sus rasgos individuales y parecían todos iguales: las mejillas rojas, las bocas que articulaban idénticas palabras, los ojos llenos de fervor. Estar en una marcha de esa clase hacía que los pensamientos personales se anularan; la mente estaba ocupada con las consignas y los movimientos del grupo. Un único gesto desafiante al ver a un policía, una sola sensación de orgullo cuando los paseantes se detenían aplaudiéndonos. Éramos un solo organismo, se integraban las diferencias para vivir, en ese instante fuera del tiempo, la experiencia de ser uno.
            Al llegar a Nueve de Julio se planteó con más firmeza el rumbo a seguir. Después de una hora de marcha por las calles de Morón, algunos proponían tomar el tren para unirse a la concentración frente al Congreso, donde estaban también los universitarios, más combativos que los secundarios, organizados en centros y dispuestos a defender sus facultades del acoso del sector privatista; pero otros querían quedarse y ocupar  los colegios para impedir el dictado de clases y hacer que los remisos que allí permanecían como si tal cosa, tomaran conciencia de la lucha. Empezamos a recobrar nuestras individualidades, perdidos en oponer razones y caminos, quebrada ya la uniforme ola que se había alzado un instante hasta la altura de su furor, para disolverse al siguiente, en manojos de espuma dispersa. Así estábamos cuando vimos que doblaba desde Belgrano, otra marcha, portando otras banderas: Por la enseñanza libre. Por el derecho de las familias a elegir la educación de sus hijos. Libertad para todos.
            Federico y Helena gritaban a voz en cuello que no nos separáramos, que tomáramos todos juntos el tren para reunirnos en Congreso. Nacho estaba trenzado en una pelea violenta con alguien de la otra agrupación. Alguien gritó que llegaba la policía y empezamos a desbandarnos. Beatriz y yo los perdimos de vista,  no supimos si habían ido hacia la estación o habían vuelto para el lado del colegio. Frente a una librería, Beatriz quiso entrar para preguntar si tenían el ensayo de Sartre que nos había leído Helena, pero habíamos olvidado el título. Beatriz no quería  ir al centro y encontrarse con un montón de desconocidos en la manifestación, ni tampoco intervenir en debates ui ocupar  el colegio. Para colmo, los que habían optado por esto, hablaban de quedarse toda la noche y  de llamar a las radios  para que se supiera el grado de compromiso de los estudiantes de Morón.
            Tomamos el colectivo hacia su casa y ya allí, se declaró cansada y confundida. ¿Quiénes eran los sinceros? No le parecía mal que los padres tuvieran el poder de decidir qué tipo de educación querían para sus hijos, y si detrás de eso estaban los católicos ¿qué mal había? ¿no integraban la verdadera religión, el mensaje universal, la salvación del alma? Yo le dije que no fuera tan fanática.
             –Ni se te ocurra mencionarle esas ideas  a Helena, que es judía, y menos a Federico, que es  ateo–. le dije.  
            Beatriz no concebía que alguien pudiera ser ateo. ¿Cómo lograban leer tantos libros, parecer tan seguros y centrados, si desconocían el más verdadero de los libros? Me contó que  ni siquiera con sus padres podía hablar de esos temas. Su madre se había educado en un colegio de monjas donde le decían que leer la Biblia era pecado, y el padre se reía y no iba jamás a misa, aunque se había puesto orgulloso cuando ella tomó la comunión y la había llevado a casa de amigos y parientes.
            –Tendrías que haberme visto –señaló risueña– con el vestido blanco, armado sobre  enaguas almidonadas, una especie de horno de pan ambulante.


            Hubo otras marchas después de aquella y dos veces tomamos el colegio, aunque mucho más tarde comprendí que la nuestra había sido una lucha desigual: los otros tenían demasiado poder, y finalmente quedó consagrada la enseñanza libre. Helena y Federico se sintieron muy mal. En sus casas se hablaba de las sucesivas traiciones de un presidente en el cual se habían cifrado muchas esperanzas.  Como sus padres, ellos pensaban que la tan cacareada batalla del petróleo había sido perdida y no ganada con la firma de contratos que colocaban en manos extranjeras los recursos naturales. El gobierno había llegado al poder respaldado por una coalición de fuerzas que cada vez se sentía más estafada.
            A Beatriz  la política le interesaba poco, pero le gustaba participar de los debates. Admiraba la brillante elocución de Federico y el riguroso encadenamiento de sus razones que le describían un mundo ordenado al que era posible acceder si uno se mantenía en sus principios. Un día me contó que a veces la conmovía la voz afinada de Helena cuando leía algún párrafo de esos libros que a ella le  resultaban tan arduos. En una ocasión  había comprado “El engranaje” de Sartre, para sacar alguna conclusión atrayente y despertar la atención de sus amigos intelectuales, pero terminó identificándose con François, quien después de encabezar la rebelión para destituir a Jean, por considerarlo un traidor, acabó pactando con los poderosos intereses extranjeros porque sostenía que no se podía emprender un camino diferente. Fue a partir de esa vez cuando  Federico y Helena empezaron a alejarse de ella. Beatriz mostraba  en esa época un lado práctico en su carácter y en el fondo pensaba que los gobernantes prometían mucho pero cumplían muy poco, porque tenían que conciliar intereses contrarios, y puestos en la balanza, unos pesaban más que otros.
            El día en que fuimos a ver “El jefe”, hacía poco que se había levantado el estado de sitio. A Beatriz, le gustó la película y dijo que  Alberto de Mendoza estaba genial en ese papel de dominador prepotente.
            –¿A quién les hace acordar ese jefe fuerte y sabio que se muestra débil y cobarde cuando aparecen los problemas? –preguntó Federico, y Beatriz se apuró en contestar para recibir su aprobación:
            –A François, en “El engranaje”.
            –No te vayas tan lejos, Beatriz, acá lo tenés, mucho más cerquita. Es el presi que ganó las elecciones con el apoyo del peronismo y ya en el poder  reprimió y encarceló a los obreros que querían festejar el 17 de octubre, y al final decretó el estado de sitio para tener contentos a los milicos.
            –Añadile todo eso a lo que hizo con la educación. Cuando dentro de unos años quieras ir a la Universidad, te vas a dar cuenta de que hay una para ricos y otra para pobres –acotó Helena.
            El año llegaba a su fin, y el grupo no hizo planes para verse en las vacaciones, o si los hizo, no nos incluyeron. Cuarto y quinto se fueron volando. Aciertan los que dicen  que después de los quince, el tiempo pasa más rápido,  y una también pasa y cambia con el tiempo. Beatriz tuvo otros amigos que no la cuestionaban tanto y con los que podía divertirse más, sin temor a que  criticaran sus lecturas y opiniones. Claro que leían muy poco, generalmente los best sellers, Helena y Federico terminaron poniéndose de novios y Nacho se rodeaba siempre de chicas dispuestas a consolarlo.
            La Universidad nos separó aún más. Beatriz y yo empezamos a estudiar Letras en la de  Morón, que no era de los curas, así que no se habían adueñado de la educación, como pronosticaran mis amigos. Pero la enseñanza resultó un desastre y nos pasamos a la pública. Algunas veces nos cruzamos con nuestros ex compañeros, pero ellos estaban más adelantados y militaban en un centro de estudiantes, así que apenas si nos saludábamos. Beatriz no quería saber nada de estar en un grupo de ese tipo. Cuando leía sus propuestas, todas le parecían iguales, por lo cual no lograba entender por qué estaban tan divididos. Se acordaba de la época de los debates entre laica y libre y me confesó que nunca se había identificado del todo con el bando en el que estuvo.
            En la Facultad,  dos por tres algunos interrumpían las clases con una proclama. Beatriz se había vuelto temerosa desde que  poco después del golpe del 66, se viera acorralada por la policía que tiraba gases para desalojar a los  que pretendían tomar el edificio. Advertía que estaba allí por la presión de los otros y quería alguna vez sentir que tomaba sus propias decisiones.
Los estudios no fueron los que ambas esperábamos. Como decía un personaje de  Lezama Lima, no hay nada peor para un aspirante a escritor que ponerse a cursar Letras. Confiábamos en que la Facultad nos brindaría técnicas para desarrollar una escritura que tuviera más vuelo que  las composiciones escolares. Pero todo era historia y análisis de textos. De Borges y Sartre, a quienes tanto habían citado Helena y Federico, no vimos nada. Todo un año estuvimos profundizando las comedias españolas del figurón del siglo XVII. Unos textos anodinos que solo vivían en las mentes anacrónicas de ciertos profesores, y que  debíamos leer en la Biblioteca Nacional.
En sus pasillos nos cruzamos un día con un anciano que caminaba apoyado en un bastón y flanqueado por dos jóvenes. Era Borges. Por desgracia cuando a nos tocó cursar Literatura Inglesa, él ya no estaba en la cátedra.
Preparábamos los temas con apuntes llenos de errores porque era toda una proeza desgrabar las clases y tipearlas en papel transparente para el mimeógrafo. Sin embargo, las cosas no debían marchar mejor en las universidades privadas, porque teníamos unos cuantos compañeros que habían desertado de aquellas y decían que si aquí no aprendían más, por lo menos era gratis. A Beatriz la carrera le sirvió para trabajar y reencontrarse con el  ambiente de las escuelas, donde a pesar de todo, había sido  feliz.
            Cuando entró a hacer una suplencia en un liceo de Chacarita, volvió a ver a Federico y a Helena.
            –Veinte años después, como la segunda parte de “Los tres mosqueteros” –  me contó que les dijo al cruzarlos en el pasillo, desasosegada por el encuentro.
            –Nunca fuimos los tres mosqueteros –dijo Helena fríamente.
–Sí, tenés razón, pero hubo momentos en que estuvimos muy unidos, ¿se acuerdan de las manifestaciones y de las tomas del colegio?
            –No hables de eso acá –intervino Federico– hay gente muy turra y en el país están ocurriendo cosas raras; cambiemos de tema: nosotros tenemos una hija de diez años, y vos, Beatriz, ¿te casaste?
             Ella negó con la cabeza y se fue a dar clase, porque había sonado el timbre y quería hacer buena letra, ya que había  posibilidades de trabajo porque el colegio tenía muchas divisiones y se llevaba muy bien con la directora.
            Esa tarde, cuando me habló del encuentro y de lo que pasó después, me dijo que no se podía  acordar si alguien le  había preguntado algo y ella sin querer habló de la adolescencia, de la época de las protestas y de los libros que recién ahora estaba empezando a leer, justo en esos momentos en que hasta “El principito” estaba prohibido. En el colegio  hubo una denuncia y se los llevó la policía, después de un acto patrio, donde Helena leyó el discurso –me contó– con su voz tan bella como siempre, con esos altos y bajos tan bien colocados, ideales para destacar aquello que seguía importándole pero cuya sola sugerencia era un riesgo.
            También me confesó que dentro de lo que se podía en esos momentos tan duros, había participado en peticiones a la superioridad para conocer el destino de sus colegas. Y cuando supo de las marchas de las madres, fue algunas veces, para calmar un tanto la angustia de aquel día, cuando la policía los sacaba, casi a empujones y fue la última vez en que vio sus caras: la de Helena, valiente y firme como en los tiempos de la manifestación y la de Federico, cuyos ojos, no sabía por qué le lanzaron una mirada indescifrable.

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