Linchamiento
en el Expreso de Oriente, Pierre Menard y el lector
Marta
Fiecconi
El enigma
se devela en la última página de la novela de Agatha Christie. No es uno el
asesino de Samuel Ratchett, son doce como doce son las puñaladas, algunas más
incisivas, otras más débiles porque entre los doce hay hombres, mujeres,
jóvenes y mayores. El crimen entonces es un linchamiento. El motivo: ajusticiar
a un secuestrador e infanticida absuelto por la justicia. Los
criminales: personas vinculadas a la niña Daisy Armstrong,
cuya muerte a manos del delincuente provocara la desesperación mortal de su
madre –embarazada de otra niña–, el suicidio del padre y de la niñera.
El
detective, Hércules Poirot, está caracterizado para lograr que el lector se
identifique con él: el aspecto casi cómico por la cabeza calva y el enorme
bigote retorcido contrasta con una inteligencia deductiva que lo lleva a
considerar no sólo lo que dice el sospechoso sino lo que calla. Pero yo,
lectora del siglo XXI no leo como mi antepasada del siglo XX. Entre 1934 y 2014 han pasado 80 años. Y en
esos años la segunda guerra mundial, el genocidio nazi, el franquista, el
argentino, el despertar de América Latina, el policial negro, el teatro del
absurdo, el relato fantástico, el realismo delirante, internet, la comunicación
instantánea, la dictadura de los medios audiovisuales hegemónicos, los viajes
al espacio y tantos otros hechos humanos que cada uno repondrá según su gusto y
memoria.
Imprevistamente,
hace su aparición Pierre Menard, autor
del Quijote, que escribe en el siglo XX la misma novela que Cervantes
escribiera en el siglo XVII. Recuerdo que el narrador del célebre cuento de
Borges nos engatusa primero con la serie de libros de Menard. La ironía de esta
enumeración me inclina a pensar que Borges no adhería al simbolismo. Valga como
ejemplo la cita de una monografía de Menard sobre una convención que
transformaría el lenguaje poético en objetos ideales creados por una convención y
esencialmente destinados a las necesidades poéticas. También le atribuye un
trabajo sobre las conexiones entre el pensamiento de Descartes, Leibniz y John
Wilkins –este último autor de un idioma analítico basado en los anteriores, que
ambicionaba crear un idioma donde el nombre de cada ser indicara los pormenores de su destino, pasado y
venidero. Es decir que los textos de Menard se refieren a la pretensión
humana de la creación de un lenguaje racional y universal, con símbolos
poéticos precisos, en tanto que Borges adhiere a la idea de Chesterton al decir
que la persona cree que del interior de
una bolsita salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la
memoria y todas las agonías del anhelo.
Pero la obra más importante de Menard
está fuera de la irónica serie y es la escritura del Quijote, cuya empresa
demandaría al autor proezas tales como el aprendizaje del castellano del siglo
XVII y el olvido de la historia europea entre 1602 y 1918. Menard consigue
escribir capítulos de una novela exactamente igual a la de Cervantes, pero
aquí aparece el papel del lector: en el siglo XVII la frase: la verdad, cuya madre es la historia, émula
del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de
lo presente, advertencia de lo por venir, habrá sido leída como un elogio
retórico de la historia; en el siglo XX, suponer a la historia madre de la
verdad nos remite a una verdad instalada por la ideología del historiador y la
presión de los grupos de poder. En el siglo XVII se creía en la veracidad
fáctica de los hechos históricos, pero en el XX, la historia vale lo que el
poder quiere que valga, es la hija de sus necesidades prácticas.
Y esta
última idea, asombrosamente aparece en la novela de Agatha Christie. El
detective, el buceador de la verdad, el esteta de la razón, propone dos soluciones
al misterio del crimen: en la primera, planta un desconocido –un hombre bajo y
moreno según algunas descripciones, enemigo de Mr. Ratchet,– que sube al tren
en Vincovci, provisto de un disfraz de empleado, apuñala a la víctima, se escabulle por el compartimento
contiguo y sale del tren detenido por una tormenta de nieve. La segunda
solución desenmascara el vínculo de los pasajeros con la niña asesinada: la
abuela, la niñera, el chofer, una amiga de la familia, la institutriz de la
tía, el asistente del coronel. La víctima del tren es asesinada por todos
ellos. Doce viajeros, doce jurados que se autodeterminaron a ejercer la
justicia con mano propia. La verdad del enigma policial no será en esta novela
la verdad fáctica, sino la que elija Monsieur Bouc, el director de la compañía
que también viajaba en el tren. Transcribo el final:
–La primera hipótesis que nos expuso
usted es la verdadera... decididamente la verdadera. Sugiero
que sea ésa la solución que ofrezcamos a la
policía
yugoslava cuando se presente. ¿De acuerdo, doctor Constantine?
–Totalmente de acuerdo -contestó el
doctor-. Y con respecto al testimonio médico... creo que el mío era algo
fantástico. Lo estudiaré mejor.
–Entonces -dijo Poirot-, como ya he
expuesto mi solución ante todos ustedes, tengo el honor de retirarme
completamente del caso...
Y aquí
aparece con intensidad el papel del lector del siglo XXI, mi papel. Ya no puedo
identificarme con el simpático hombrecito, el detective de los bigotes
ridículos, porque leo que los elegantes pasajeros del expreso de Oriente han
cometido un linchamiento, han tomado la justicia por mano propia, y yo también
digo: no cuenten conmigo para eso, como dijo Javier Núñez en una conmovedora
nota de Página 12 (2 de abril de 2014) a propósito del asesinato de un joven
rosarino que habría robado una cartera. Dice Núñez: Eso no tiene nada que ver con la justicia, ni siquiera en sus conceptos
más arcaicos: la mal llamada “justicia por mano propia” no es sino venganza;
se pregunta: ¿Qué nos justifica para
matar?¿Qué nos habilita? y en el final afirma: Si nosotros es esta turba que mata y estos cuantos que celebran la
muerte, no cuenten nunca conmigo entre las filas del pronombre.
Así que no cuenten conmigo para
aprobar esos linchamientos reales, aplaudidos por políticos inescrupulosos que
han instalado con la anuencia de medios interesados la premisa de que con el
nuevo código –que no es ni siquiera un proyecto firme– los ladrones no serían
encarcelados.
Tampoco
cuenten conmigo para aplaudir la sagacidad del detective porque una vez que
llegó a la verdad, dejó que los intereses del poder se impusieran. Creer que
había motivo para matar a Mr. Ratchet echa por tierra todo posible contrato
social.
El texto nos
dice que la justicia por mano propia es válida cuando hay un motivo que la justifique. Pensarlo
es abjurar de las instituciones, de la democracia, y adherir a la anarquía. Agradezco
a Borges que desde las páginas de Pierre Menard me arrojó un hilo para
encontrar la salida de este laberinto.
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