jueves, 3 de abril de 2014

Linchamiento en el Expreso de Oriente, Pierre Menard y el papel del lector

Linchamiento en el Expreso de Oriente, Pierre Menard y el lector
 
Marta Fiecconi
 
          El enigma se devela en la última página de la novela de Agatha Christie. No es uno el asesino de Samuel Ratchett, son doce como doce son las puñaladas, algunas más incisivas, otras más débiles porque entre los doce hay hombres, mujeres, jóvenes y mayores. El crimen entonces es un linchamiento. El motivo: ajusticiar a un secuestrador e infanticida absuelto por la justicia. Los criminales: personas vinculadas a la niña Daisy Armstrong, cuya muerte a manos del delincuente provocara la desesperación mortal de su madre –embarazada de otra niña–, el suicidio del padre y de la niñera.
          El detective, Hércules Poirot, está caracterizado para lograr que el lector se identifique con él: el aspecto casi cómico por la cabeza calva y el enorme bigote retorcido contrasta con una inteligencia deductiva que lo lleva a considerar no sólo lo que dice el sospechoso sino lo que calla. Pero yo, lectora del siglo XXI no leo como mi antepasada del siglo XX.  Entre 1934 y 2014 han pasado 80 años. Y en esos años la segunda guerra mundial, el genocidio nazi, el franquista, el argentino, el despertar de América Latina, el policial negro, el teatro del absurdo, el relato fantástico, el realismo delirante, internet, la comunicación instantánea, la dictadura de los medios audiovisuales hegemónicos, los viajes al espacio y tantos otros hechos humanos que cada uno repondrá según su gusto y memoria.
          Imprevistamente, hace su aparición  Pierre Menard, autor del Quijote, que escribe en el siglo XX la misma novela que Cervantes escribiera en el siglo XVII. Recuerdo que el narrador del célebre cuento de Borges nos engatusa primero con la serie de libros de Menard. La ironía de esta enumeración me inclina a pensar que Borges no adhería al simbolismo. Valga como ejemplo la cita de una monografía de Menard sobre una convención que transformaría el  lenguaje poético en objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas. También le atribuye un trabajo sobre las conexiones entre el pensamiento de Descartes, Leibniz y John Wilkins –este último autor de un idioma analítico basado en los anteriores, que ambicionaba crear un idioma donde el nombre de cada ser indicara los pormenores de su destino, pasado y venidero. Es decir que los textos de Menard se refieren a la pretensión humana de la creación de un lenguaje racional y universal, con símbolos poéticos precisos, en tanto que Borges adhiere a la idea de Chesterton al decir que la persona cree que del interior de una bolsita salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo.
          Pero la obra más importante de Menard está fuera de la irónica serie y es la escritura del Quijote, cuya empresa demandaría al autor proezas tales como el aprendizaje del castellano del siglo XVII y el olvido de la historia europea entre 1602 y 1918. Menard consigue escribir capítulos de una novela exactamente igual a la de Cervantes, pero aquí aparece el papel del lector: en el siglo XVII la frase: la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir, habrá sido leída como un elogio retórico de la historia; en el siglo XX, suponer a la historia madre de la verdad nos remite a una verdad instalada por la ideología del historiador y la presión de los grupos de poder. En el siglo XVII se creía en la veracidad fáctica de los hechos históricos, pero en el XX, la historia vale lo que el poder quiere que valga, es la hija de sus necesidades prácticas.
          Y esta última idea, asombrosamente aparece en la novela de Agatha Christie. El detective, el buceador de la verdad, el esteta de la razón, propone dos soluciones al misterio del crimen: en la primera, planta un desconocido –un hombre bajo y moreno según algunas descripciones, enemigo de Mr. Ratchet,– que sube al tren en Vincovci, provisto de un disfraz de empleado,  apuñala a la víctima, se escabulle por el compartimento contiguo y sale del tren detenido por una tormenta de nieve. La segunda solución desenmascara el vínculo de los pasajeros con la niña asesinada: la abuela, la niñera, el chofer, una amiga de la familia, la institutriz de la tía, el asistente del coronel. La víctima del tren es asesinada por todos ellos. Doce viajeros, doce jurados que se autodeterminaron a ejercer la justicia con mano propia. La verdad del enigma policial no será en esta novela la verdad fáctica, sino la que elija Monsieur Bouc, el director de la compañía que también viajaba en el tren. Transcribo el final:
          –La primera hipótesis que nos expuso usted es la verdadera... decididamente la verdadera. Sugiero que sea ésa la solución que ofrezcamos a la
policía yugoslava cuando se presente. ¿De acuerdo, doctor Constantine?
          –Totalmente de acuerdo -contestó el doctor-. Y con respecto al testimonio médico... creo que el mío era algo fantástico. Lo estudiaré mejor.
          –Entonces -dijo Poirot-, como ya he expuesto mi solución ante todos ustedes, tengo el honor de retirarme completamente del caso...
          Y aquí aparece con intensidad el papel del lector del siglo XXI, mi papel. Ya no puedo identificarme con el simpático hombrecito, el detective de los bigotes ridículos, porque leo que los elegantes pasajeros del expreso de Oriente han cometido un linchamiento, han tomado la justicia por mano propia, y yo también digo: no cuenten conmigo para eso, como dijo Javier Núñez en una conmovedora nota de Página 12 (2 de abril de 2014) a propósito del asesinato de un joven rosarino que habría robado una cartera. Dice Núñez: Eso no tiene nada que ver con la justicia, ni siquiera en sus conceptos más arcaicos: la mal llamada “justicia por mano propia” no es sino venganza; se pregunta: ¿Qué nos justifica para matar?¿Qué nos habilita? y en el final afirma: Si nosotros es esta turba que mata y estos cuantos que celebran la muerte, no cuenten nunca conmigo entre las filas del pronombre.
          Así que no cuenten conmigo para aprobar esos linchamientos reales, aplaudidos por políticos inescrupulosos que han instalado con la anuencia de medios interesados la premisa de que con el nuevo código –que no es ni siquiera un proyecto firme– los ladrones no serían encarcelados.
          Tampoco cuenten conmigo para aplaudir la sagacidad del detective porque una vez que llegó a la verdad, dejó que los intereses del poder se impusieran. Creer que había motivo para matar a Mr. Ratchet echa por tierra todo posible contrato social.
          El texto nos dice que la justicia por mano propia es válida cuando hay un motivo que la justifique. Pensarlo es abjurar de las instituciones, de la democracia, y adherir a la anarquía. Agradezco a Borges que desde las páginas de Pierre Menard me arrojó un hilo para encontrar la salida de este laberinto.

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